Para mí, la memoria es aquello que olvidamos para dar espacio a los recuerdos en los que nos reconocemos, y por eso, me gusta de vez en vez hacer una pausa para admirar la sutil aura de identidad que va depositando en cada uno de nosotros. Es un trabajo de alquimia y tiempo que siempre me ha atraído.
Vamos convirtiendo las anécdotas en pequeños tótems protectores, que terminamos resguardando en latas de galletas, estuches de joyas, cajas de zapatos y demás empaques despojados de su uso original; que van creciendo lejos de la luz, en el fondo de armario, creando nuestra propia historia, esa conexión con los que ya no están y con el sitio en el que ya no estamos. En esos preciados cofres se esconden secretos en forma de zarcillos desparejados, envoltorios de caramelos, plumas ya sin tinta, llaves que incansablemente tratan de abrir el corazón de un cerrojo viejo que ha perdido a su amada; objetos cotidianos que conforman el hilo conductor con nuestro linaje familiar y que grabamos con nuevos significados.
La arqueóloga onírica que vive dentro de mí, rompe en emoción al despolvar estos personajes y escenarios que, a la distancia, me invitan a construir – o quizás reconstruir – aquello visto y digerido, pero que a la vez no conozco.
Tomo la semilla mínima del significado de la palabra memoria (formada a partir del adjetivo memor en latín: el que recuerda) para dar forma al concepto del yo contenedor, eje motor que construye mi lenguaje visual. Siendo el autorretrato, entendido como detonante potente, el recurso plástico del que parto y con el cual afronto la vulnerabilidad de mi propio ser.
Desde esta intimidad me conecto con la labor textil que me permite reconciliarme con el espacio medio que habito, donde el sentido háptico me guía entre puntadas llenas de un ADN potente y milenario. Inmersa, contemplo el conocimiento que las manos guardan; y me suelto confiada a la sorpresa del juego de texturas que transmiten sensaciones; y me descalzo de la necesidad de medir los momentos en horas, para saborear la temporalidad que acompaña naturalmente la construcción de un bordado, que se forma cómo se forma la vida misma, sin pausa y sin prisa, y que a veces incluso se siente inacabada.
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