Bordar es mucho más que mover una aguja y un hilo. Es un momento de introspección, un espacio donde cada puntada se convierte en una conversación silenciosa con una misma. Durante siglos, se ha visto como una tarea doméstica, algo ligado a lo femenino y a la paciencia. Pero hoy, el bordado se reivindica como una práctica artística y terapéutica, donde lo que importa no es solo el resultado final, sino todo lo que sucede en el proceso.
Cuando bordamos, entramos en un estado de concentración que nos envuelve por completo, parecido a lo que se experimenta con el mindfulness. Mihaly Csikszentmihalyi habla del "estado de flujo", esa sensación de estar tan metidos en algo que el tiempo parece detenerse. En el bordado, ese flujo ocurre de manera natural: las manos repiten el mismo gesto, la mente se aquieta y, sin darnos cuenta, las emociones encuentran su propio ritmo. A veces, sin siquiera pensarlo, enhebramos recuerdos, cerramos heridas o damos forma a pensamientos dispersos.
Más allá de la técnica, bordar es un lenguaje cargado de significado. Roszika Parker lo describe como una forma de expresión y resistencia, pero en lo más íntimo, se convierte en un refugio. Cada puntada puede ser un suspiro, una pausa, una manera de sostenernos en momentos de incertidumbre. Es un ritual en el que organizamos el caos interno, un acto simple que nos devuelve la sensación de control y nos ayuda a recomponer lo que sentimos fragmentado.
El arte, en general, es un camino hacia la sanación. Se ha dicho que crear permite dar forma a lo que no siempre podemos poner en palabras. Bordar es una manera de vernos a nosotras mismas reflejadas en un trozo de tela, de trazar un mapa de nuestra historia a través de hilos y colores.
Desde el psicoanálisis, Donald Winnicott habla del juego como un espacio donde la identidad se construye y se repara. Bordar puede verse como un juego en el que ensayamos nuestra propia reconstrucción. En la repetición de cada puntada, encontramos un ritmo que nos sostiene, un espacio seguro donde reorganizar nuestra historia y proyectar nuevas posibilidades.
En un mundo que nos exige rapidez y productividad, el bordado nos invita a detenernos. Nos recuerda que hay valor en la lentitud, en la pausa, en el acto de hacer con las manos mientras el corazón y la mente encuentran su propio equilibrio. Más que una técnica, bordar es un camino hacia la integración, una forma de cuidarnos y de resistir ante la fragmentación emocional. Es, en el fondo, un ritual de transformación que nos devuelve a nosotras mismas.
Francisca Jordán Larrain
Alumna 2° Semestre BAAD